El velorio

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El velorio, Rafael Fortuño Sellés, Santurce, Puerto Rico 1949.

Por Andrés Fortuño Ramírez

Esta es una de mis fotos favoritas de mi abuelo paterno, Rafael Fortuño Sellés. Rafael fue ingeniero civil, hijo de Agustín Fortuño La Roche y de Justina Sellés Aponte. La foto me gusta por varias razones, entre estas, porque es de las pocas que tengo de sus últimos años sobre esta tierra. Mi abuelo es el que aparece al frente con la chaqueta de color oscuro.

Papa, como le decíamos los nietos, nació en San Lorenzo a principios del siglo veinte. Luego de casarse con mi abuela Socorro se mudó a Santurce, lugar donde criaron a sus tres hijos varones. Rafael murió a los 54 años. Lo que más me pesa de su partida es que nunca lo conocí, pasó a mejor vida mucho antes de yo nacer. Inclusive, murió antes de que mis padres contrajeran matrimonio.

Según nos contó una prima hermana de mi papá llamada Dolly, mis abuelos fueron con mi padre a pedir la mano de mi madre a casa mis abuelos maternos, Andrés Israel Ramírez Rivera y Amelia Colón Meléndez en Mayagüez. Mi abuelo Andrés fue ingeniero agrónomo, hijo de José Bonifacio Ramírez de Arellano Camacho y de Concepción Rivera Crespo.

Cuando venían de regreso con el «si» asegurado, mi abuelo Rafael comentó que no se estaba sintiendo muy bien, así que pararon en casa de un primo hermano de mi padre llamado Roberto “Bobby” que era médico en ese entonces, urólogo en particular. Bobby lo mandó a hacerse unos exámenes, y poco tiempo después estos revelaron el terrible padecimiento, Leucemia. En poco menos de un año mi abuelo ya salía de su cuerpo terrenal.

Esta fotografía se tomó en 1949 unos años antes de este suceso. Ese día había un velorio en casa de mis abuelos. La casa quedaba en la calle Las Flores en Santurce. Para estos tiempos todavía se velaba a los muertos en la sala de la casa de los familiares del difunto. En este caso, el velorio era para uno de los hermanos de mi abuelo, Agustín Fortuño Sellés.

La reja tirada junto a los escombros de cemento, la mirada perdida de mi abuelo, la oscuridad detrás de la puerta y las plantas comenzando a cubrir la entrada de la casa, me transmiten cierto aire de decadencia, de presagio, de fin. Para mi, un reflejo de las repentinas tristezas que andaban rondando en esos días por aquella casona.

No sé quién es el señor vestido de blanco, pero me parece que observa a mi abuelo como si notara en su cara algún tipo de preocupación. Me pregunto si en ese momento mi abuelo estaba reflexionando sobre su propia vida, o ya presagiando su propia muerte. Verlo con cara seria era una cosa demasiado rara. Al menos eso he escuchado de boca de quienes lo conocieron.

Las historias de mi abuelo Rafael son famosas en el folclor familiar, ya que era un hombre sumamente alegre e inventivo. Hasta diseñó varios muebles para su casa. Entre estos siempre recuerdo un fantástico juego de comedor hecho en caoba, el que usó toda su vida mi abuela paterna, Mama. Todos la conocían como Doña Socorro. Su nombre completo fue Petra regalada del Socorro Ramírez Rodríguez, hija de Tomás Ramírez de Arellano Montalvo y de Laura Virginia Rodríguez Nazario.

Mi abuelo era experto encontrándole el lado risible a cualquier situación. Al parecer ese era uno de sus mayores gustos en esta vida, reírse y hacer reír. Lema que hasta el día de hoy a mi me ha servido de norte.

Cuentan que en los velorios todo el mundo lloraba y se lamentaba. Claro está, menos él. Razón por la que muchas personas evitaban sentarse a su lado. Sabían que aún cuando la que tropezaba frente a ellos era la muerte, Rafael aprovecharía la ocasión para sacarse un buen chiste.

Según nos cuenta otra prima hermana de mi papá llamada Nora, en un funeral, los hijos y sobrinos de Rafael aún pequeños, le preguntaron que qué era lo que repetían las damas en cada una de las letanías. De seguro repetían alguna frase tradicional como “rogad por él” o “Esté con su espíritu”.

Pero mi abuelo, sin perder tiempo, les dijo que lo que repetían era “alza la mano”. Entonces fue y se sentó en uno de los bancos de al frente en la iglesia, y cada vez que llegaba la parte del coro en la oración, Rafael levantaba la mano. Esto hacía que todos los niños sentados atrás, levantaran sus manos y se murieran de la risa.

Quizás es por esto que me llama tanto la atención esta fotografía, ya que contrasta tanto con todo lo que he escuchado sobre su buen humor y sus ocurrencias, especialmente en los velorios. Quizás esta fue una de esas raras ocasiones en que al cogerlo desprevenido, la cámara captó la profundidad de sus más íntimos pensamientos.

Me pregunto ¿Quién tomaría esta fotografía en medio de un velorio? ¿Por qué la verja ahí tirada junto a los escombros de cemento? ¿Sería un accidente o simplemente una remodelación del garaje? ¿Existirá esta casa todavía? y si no ¿Por qué la destruyeron?

Posiblemente viva con estas dudas el resto de mis días, ya que los que pudieran aclararlas deben haber pasado a mejor vida. O peor aún, como sucede con las historias que no se pasan y no se cuentan, ya nadie las recuerda.