![Rafael Fortuño Sellés y Socorro Ramírez de Fortuño](https://fortunofamilyblog.wordpress.com/wp-content/uploads/2016/04/rafael-fortuc3b1o-sellc3a9s-y-socorro-ramc3adrez-de-fortuc3b1o.jpg?w=648)
Por Andrés Fortuño Ramírez
Aunque mucho me hubiera gustado, no llegue a tiempo para conocer a mi abuelo paterno. Las Parcas del destino ya le tenían otros planes desde antes de yo nacer. Su nombre fue Rafael Fortuño Sellés, hijo de Agustín Fortuño La Roche, un industrial, comerciante, escribiente y tenedor de libros en Puerto Rico. Rafael nació en 1902 en San Lorenzo, Puerto Rico.
Don Rafael, como le conocían todos, fue el menor de 7 hijos del primer matrimonio de Agustín con Justina Sellés Aponte. Luego se añadieron 8 hermanos más luego de la muerte de Justina, ya que Agustín se volvió a casar, esta vez con Carmen Aponte Ramírez. Siendo esta segunda esposa prima hermana de la primera, aún con el cambio de administración todo quedó en familia.
Cuando joven, Rafael se fue a estudiar ingeniería en la Universidad de Puerto Rico, recinto de Mayagüez. Ahí estudió por varios años. Pero por razones que desconocemos tuvo que regresar a San Juan poco antes de graduarse. Sin embargo, siendo otros tiempos y habiendo terminado la mayoría de sus estudios, trabajó toda su vida como ingeniero civil, tanto en proyectos privados como del gobierno.
Fue en esos años que conoció a mi abuela, Petra regalada del Socorro Ramírez, mejor conocida como Doña Socorro. Para esos tiempos mi abuela vivía en la casa #61 de la calle del Parque en Santurce y trabajaba como taquígrafa. Mi abuelo en la casa #30 de la Calle Central en la misma ciudad. Socorro es hija de Tomás Ramírez Montalvo, nacido Cabo Rojo, quien fue industrial y más tarde jefe de la estación del ferrocarril en Cabo Rojo, y de Laura Virginia Rodriguez Nazario. Fue nieta de José Ramírez de Arellano Irizarry y María Dorotea Montalvo Tellado.
Los que presenciaron este romance, aseguran que a pesar de sus grandes diferencias de carácter, mis abuelos se adoraban. Así que un 12 de abril de 1926 se casaron, luego tuvieron 3 hijos. Al primero le pusieron Rafael como su padre. Al segundo Francisco como el hermano de Rafael, también ingeniero civil. Al tercero, mi padre, lo llamaron Ramón en honor al tío Monche, otro hermano de Rafael y quien era en esos tiempos alcalde de San Lorenzo.
Las historias de mi abuelo Rafael son famosas en el folclor familiar, ya que era un hombre muy alegre y sumamente inventivo. Hasta diseñó varios muebles para su casa, entre los que siempre recuerdo un fantástico juego de comedor hecho en caoba. También era experto encontrándole el lado risible a cualquier situación. Al parecer ese era uno de sus mayores gustos en esta vida, reírse y hacer reír. Lema que hasta el día de hoy a mi me ha servido de norte.
Cuentan que en los velorios todo el mundo lloraba menos él. Razón por la que mis padres, aún de novios en esos tiempos, evitaban sentarse a su lado. Ellos sabían que aún cuando la que tropezaba frente a ellos era la muerte, Rafael aprovecharía la ocasión para sacarse un buen chiste.
Según nos cuenta una prima hermana de mi papá llamada Nora, en un funeral, los hijos y sobrinos de Rafael, aún pequeños, le preguntaron que qué era lo que repetían las damas en cada una de las letanías. Mi abuelo les dijo que decían «alza la mano». Entonces fue y se sentó en uno de los bancos de al frente de la iglesia, y cada vez que llegaba la parte del coro en la oración, Rafael levantaba la mano. Lo que hacía que todos los niños sentados atrás no pudieran contener la risa.
En otro de esos tantos funerales donde todos iban de negro y las mujeres no paraban de rezar el rosario, Rafael entró a la iglesia, esta vez se sentó en la parte de atrás. Luego de saludar a los familiares preguntó por su hermano Paco, y alguien le informó que se había quedado en la casa pues se sentía algo indispuesto.
Para esos días Paco había comprado un cómodo colchón de la marca Beauty Rest, muy de moda en aquellos tiempos. Para Rafael, pensar que su hermano descansaba en la casa en su nueva cama, mientras él se sometía a la lluvia de llantos y consuelos, fue suficiente motivo para encontrar en qué entretenerse.
Comenzaron las mujeres a rezar, frotando el rosario entre sus dedos y cantando en voz alta sus letanías: “Santa María, rogad por él” a lo que Rafael añadía en voz baja, en plena rima y entonación eclesiástica: “Dichoso Paco que está en su casa, descansando en su Beauty Rest”. Mis padres y demás familiares tuvieron que salir de la iglesia pues no podían contener la risa. No que Rafael quisiera ser irrespetuoso, simplemente enfrentaba la vida y también la muerte, de una forma más divertida.
Una vez terminó la misa, mis padres habían pensado hablarle a mis abuelos sobre sus planes de matrimonio. Pero entre las letanías, los chistes de mi abuelo y los regaños de la estricta abuela Socorro, la conversación se pospuso para una mejor ocasión. Pasaron los días, pero el momento indicado no llegó a tiempo, ya que poco después Rafael cayó en cama muy enfermo con leucemia.
Dicen que aún en sus últimos días nunca perdió el buen humor. Don Rafael solo tenía 54 años de edad cuando las Parcas del destino entraron al hospital a buscarlo. Al parecer las había hecho reír tantas veces en los funerales que estas decidieron llevárselo. Así no tendrían que esperar a que alguien muriera para escuchar sus jocosas historias.
A su velorio llegó un mar de gente y de todos los pueblos de la Isla. Cuentan que en la avenida Ponce de León en Santurce no cabía un alma. Don Rafael era muy querido no solo por su buen humor, pero porque lo mismo se sentaba a conversar con altos mandatarios en la Fortaleza, como con un obrero en algún bar de la calle Loiza. Para él todas las personas eran iguales, siempre y cuando supieran reír.
Poco tiempo después de su entierro y ya aplacada un poco la pena, mi padre, recién graduado de ingeniería civil, pidió la mano de mi madre. El permiso lo otorgó mi abuela Socorro junto a mi abuelo materno Don Andrés Ramírez Rivera, un agrónomo y profesor de la UPR en Mayagüez. Mi abuelo materno y mi abuela paterna son primos quintos. Sus tras-tatarabuelos, Andrés y Esteban Ramírez de Arellano de Lugo y Sotomator, eran hermanos.
También estuvo presente mi abuela materna, Doña Amelia Colón Meléndez, original de Orocovis. Sin embargo, en un gesto más bien conmemorativo, mis padres decidieron ir a la tumba de mi abuelo Rafael para pedir una última bendición.
Llegaron al cementerio, donde todavía estaban las bases de las coronas que en su momento engalanaron aquella tumba. El día estaba algo lluvioso y las nubes entraban y salían a su antojo. Pero en uno de esos instantes en que se despejó el cielo, se colaron en suelo sagrado algunos rayos de sol, haciendo brillar un objeto que se escondía entre las hojas secas. Mis padres removieron con las manos los escombros y encontraron tres pequeñas letras doradas. De seguro retazos de alguna de las viejas coronas.
Las letras eran la A, la G y la O. Estas son las tres letras que componen el apodo de mi madre, Ago. Un diminutivo de su nombre, Milagros. En ese momento entendieron que Don Rafael aún no se había ido, no sin antes dejarles saber que tenían su aprobación. Ya van más de 56 años de este suceso y aún mis padres conservan aquellas tres letras junto a la fotografía de Don Rafael. Quien luego de reír toda una vida volvió a burlarse de la muerte, esta vez para dar su última bendición.
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